Sí, he comenzar diciendo las cosas claras: me siento estafado por el concierto de Pablo Milanés al que asistí hace unos días.
Escribo después de dejar unos días dormir las ideas y seguro que lo que relate en este artículo creo que va a ser duro y catártico para mí, y probablemente para algún que otro lector que caiga por aquí, pero no puedo dejar de escribirlo. Y de antemano informo de que son opiniones personales que no tienen por qué ser compartidas ni cercanas a otras verdades de otros espectadores presentes en dicho concierto.
Antes de nada, quiero subrayar el buen trabajo, las ganas de que todo salga bien y la profesionalidad de la gente que hizo posible el concierto (organizativa y técnicamente). Como siempre, el trabajo en la sombra no se notó. Y así ha de ser. Siempre hay mucha gente detrás. Pero es una lástima que a veces las apuestas por los grandes (?) salgan de esta manera.
El poli bueno
Hace muchos años que comencé a seguir la trayectoria de Pablo cuando mis furores adolescentes me obligaban a escuchar todo lo que fuera nueva trova cubana. Silvio era mi pasión, pero a través de él llegué a Pablo Milanés y a muchos otros: Noel Nicola, Vicente y Santiago Feliu, Sara González, Amaury Pérez y ya mucho más tarde incluso a Frank Delgado. Cada uno con sus luces y sus sombras.
El Sr. Rodríguez en aquel entonces era, en mi aún breve imaginario, «el poeta». Y Pablo apareció como «el músico». Su musicalidad en las melodías, las cadencias e intervalos saltarines de sus cierres, y aquellas armonizaciones y arreglos de vanguardia del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC me cautivaron largo tiempo. Y me enamoró perdidamente encontrarlo en sus primeros discos musicando poemas de Martí y de Guillén. Cada vez que escucho aquello de Es rubia, el cabello suelto/da más luz al ojo moro/voy desde entonces envuelto/en un torbellino de oro se me eriza el vello. Y la vida.
Siempre vi, además, en el escueto universo de la nueva trova cubana más popular, a Silvio como el poli malo y a Pablo como el poli bueno. Uno quería escribir como Silvio pero ser como Pablo: entrañable, amistoso, risueño…
Incluso recuerdo que escribí una inocente rima que decía: Mamá, quiero ser trovador/como Silvio, como Pablo/que salga del corazón/todo lo que hablo. Ha llovido mucho en mi barrio desde entonces. Gracias a Dios. Si existe, camarada.
MIDI insoluble
Desde aquellos años he tenido la suerte de ver a Pablo en dos o tres ocasiones en concierto y me gustó. Cumplía su papel. Era Pablo. No necesitaba más. Su voz es disolvente universal. Ese timbre me hace pensar y sentir, como a tanta gente, con sólo oírlo repetido en un eco lejano.
Asistí al concierto con el ánimo de escuchar a Pablito una vez más y dejarme llevar por la emoción. Pero no pude. Frío.
Por casualidades de la vida, conocí hace unos días lo que cobraba por su actuación del otro día. Y pensé: Es Pablo. Lo merece. Lo vale. A pesar de Cuba y todas esas connotaciones trasnochadas. Me equivoqué. Frío.
Siempre he visto a Pablo acompañado de excelentes músicos. Muy profesionales, o eso pensaba, y correctos. Me equivoqué. Frío.
Al menos su musicalidad y su timbre estarían ahí haciendo vibrar al público recorriendo su carrera de éxitos: Te espera una noche de éxitos y amor... Me equivoqué también. Frío también.
Para empezar, supe que el equipo que lo acompañaba había llegado alrededor de tres horas tarde (haciendo esperar al sol a todo un equipo humano, responsable y la altura) a una prueba que se prometía dura y larga para dejar bien atados los hilos que han de soportar a esa gran estrella. La prueba, para sorpresa de todos, al parecer duró un escaso cuarto de hora. Algo que no es de extrañar dado el exiguo armazón musical que acompañaba a Pablo: tres simples teclados con su salida L-R y un violín eléctrico cuyo sonido espantó hasta al gato que, como todos los años, recorría los muros del auditorio.
Pablo es Pablo. Eso es indudable. Su voz estaba ahí. Pero el resto era un montaje. Tres teclados (si mal no recuerdo un Kurzweill y dos Roland, esto es lo de menos) sin siquiera un rack de efectos, unos bancos de muestras de sonido, aunque fuesen de atrezzo, pero que aportaran algo de imagen. Y algo de sonido, claro, porque, queridos camaradas, sonaba a MIDI. A MIDI cutre. Hasta el piano era más que mejorable. Y yo diría que necesaria y obligatoriamente mejorable para acompañar a Pablo Milanés. Y más por ese precio.
Ya en algunos de sus discos había apreciado esta querencia de su producción hacia los sonidos sintetizados más horrorosos. Pero se lo perdoné porque eran discos menores y las canciones, y su voz, salvaban las naves.
Pero en esta ocasión no se salvó nada. Ni nadie. Pablo a penas si sonrió al respetable. A penas si dio algo de sí. Dicen que por su estado de salud y tal… Querido Pablo, cuando uno está malito es mejor no trabajar. Se sea quien se sea. Porque se corren riesgos extra además de los de la salud.
¿Los músicos? Perfectos. Tan perfectos técnicamente como horroroso el sonido Roland de los teclados haciendo de continuo colchón de graves. Perfectísimos, ni una nota fuera. Tan perfecto que en algún momento llegué a sospechar que todo fuese MIDI, hasta la ejecución. Pero creo que no. Excelentes músicos que miraban al cielo mientras tocaban, no sé si para inspirarse o para evadirse redactando la lista de la compra del día siguiente. Con la noche de calor que hacía, cómo podía haber un ambiente tan absoluta y rotundamente frío en el escenario. Nada acompañaba. Ni el acompañamiento.
Y el violín… Señores, qué violín. Qué bien tocado; bueno, bien bien bien no. Mal tampoco, que para un violín no es poco. Pero qué mal sonaba. Qué horterada. Qué experiencia, señores. Hace varios lustros que ver un violín eléctrico no es nada espectacular. Ni aunque sea de color blanco y vaya a juego con los zapatos del ejecutante. Y hace más o menos el mismo tiempo que su sonido entró en la galería de los horrores para no salir jamás. ¿Es elétrico? ¿Es MIDI? Pues enchúfalo a un sampler y por lo menos que suene a otra cosa que no sea ese sucedáneo de e-Stradivarius meid in Chaina.
Y todo esto habría pasado sin más ni más si su maravilloso timbre hubiera recorrido las canciones que todo el mundo esperaba en un recital con el emplazamiento y el ambiente que se le presentaba. Pero tampoco, mire usted. Interminables oberturas hacían desear al público (que creo que pasó casi todo el concierto al borde del bostezo) las grandes canciones del repertorio, que no acababan de llegar, y a las pocas que llegaron les costaba empezar por el extenso regodeo (en casi eternas armonías premonitorias que parecía que sí, pero luego no) de los estudiadísimos movimientos de los músicos. Y un par de minutos después empezaba la canción. Lo que yo llamaría, sencillamente, estirar un programa muy muy muy corto. No pasó de la docena de canciones y sólo cinco clásicos, tan manidos, tan estudiadamente colocados en el orden del día, y tan fríamente interpretados que daba lástima. Poco más de sesenta minutos que se hicieron larguísimos inexplicablemente, no hubo ni gritos de otra otra y sí algún pitido cuando empezó a sonar la música de ambiente. Eso dice mucho, creo yo.
Pero su voz, que todo lo acaricia, estaba allí y parece que a todo el mundo se le olvidó el tostón de la primera media hora (muy poética, pero infumable para el público general; en estos casos la profesionalidad y experiencia pasan por saber qué público te escucha y qué le vas a dar) cuando se estiró un poquillo y cantó Una canción para la Magdalena. Con anécdota, sin gracia, hablando de su amigo Sabina incluida. Todo frío. Y luego más de su último disco. Que está bien. Pero el pueblo llano quería cantar. Y pasó de puntillas por Yolanda, El breve espacio en que no estás para acallar las ansias del respetable… Pero, desde mi punto de vista, no soltó prenda, la verdad. Frío, frío, frío. Frío como una venganza.
¿Y la guitarra?
Al lado de Pablo, durante todo el concierto, descansaba una guitarra. Y descansó mucho, porque no se usó. Me pareció un detalle de mal gusto. Si el artista no está en condiciones de tocar la guitarra no se pone ahí delante para que todo el mundo se pase una hora esperando el momento en que la cogerá. Y si luego resulta que sí, que la va a tocar, se saca del hombro y fuera. Exhibirla por exhibirla… Lo dicho, de mal gusto.
Resumiendo, coge el dinero y corre
Todo ello un compendio de detalles de baja o escasa profesionalidad en muy diversos aspectos que, después de los años y por el precio pactado, se les supone a este tipo de artistas y a sus acompañantes.
Acabando, mi pregunta es, ¿cómo puede una estrella del renombre y peso de Pablo Milanés permitirse un recital como este que describo? ¿Cómo puede, con el dinero que cobra por concierto (y no quiero hacer referencia a sus orígenes e idearios primigenios), presentarse con semejante producción artística de orquestilla verbenera? Miguel Núñez lleva tocando con él muchos años y seguro que no han tenido ni que ensayar para hacer lo que hicieron el otro día. Da la impresión de que vino, como se suele decir, a llevárselo crudo, a cubrir el expediente, a cumplir. Y cobrar, claro.
Yo añadiría, a título personal, y con una expresión más localista, que se fue dejando la tierra harta de agua. Al menos mi parcela.
Dudé en ir al concierto porque siempre es mejor guardar el bonito recuerdo de las cosas de antaño que corroborar su manifiesto deterioro. Quiero decir que, en cierto modo, me esperaba un poco esto. Pero, confiando en la sonrisa y afabilidad del señor Milanés, me arriesgué y salió mal la cosa.
Si es que no estoy en racha.