El deporte (Charla de Domingo II)

Hoy le contaba a Domingo porque no me gusta el fútbol. Sí, lo veo, y últimamente más que nunca. Pero en el fondo de mi hay un odio (sí, odio) por ese deporte.

De niño siempre fui bastante torpe. Torpón, decía mi madre. Con un 45 de pie desde los 13 años y un cuerpo desgarbado desde los 6… No podía, o no quería, hacer mucho. Lo mío fue siempre más el ajedrez, los libros y la música, la informática personal (tan incipiente y emocionante en aquellos tiempos) y, en cierto modo, la soledad. Nunca el equipo. El equipo, por entonces, en el colegio, era inevitable y obligatoriamente de fútbol y yo siempre me veía relegado a ver venir los balones desde la portería y casi dejarlos pasar por miedo a un balonazo. No, no me gustaba y no lo ocultaba. Aunque como todos los niños soñaba con ser Arconada o Zubizarreta. Porteros, claro. Ya se sabe, los sueños y la realidad, tantas veces divergentes.

Pero dejé el colegio y al comenzar el BUP cambiaron algunas cosas.

El profesor Hermosilla nos daba educación física. Un señor bajito y enjuto (que diría mi padre), alejado a más no poder del prototipo de atleta y apasionado por un deporte para mi diferente y exótico hasta entonces: el voleibol. A parte de desgarbado yo era ya bastante alto, con manos grandes (no sólo los pies) y buenas piernas para saltar y manotear lo que fuera preciso.

Voleibol

Él nunca lo supo pero, en cierto modo, «el Hermosilla» cambió mi vida (junto con su mujer, encargada de las clases de música). Pidió voluntarios para integrar el equipo de voleibol del instituto (Universidad Laboral, para ser fieles a la realidad) y allí estaba yo. Iba a demostrarle a todos los futboleros que se puede ser buen deportista con mi cuerpo y aptitudes y sin tener que pasar por el balompié forzosamente.

Comenzaron los entrenamientos y todo iba de maravilla. Hasta me sentía a gusto en los partidos y disfrutaba del espíritu deportivo y tal… No me quedaba otra porque perdíamos casi siempre. Pero disfrutaba. Cuando disfrutas de las derrotas es porque tienes claro que te gusta, para bien o para mal.

Pero las cosas buenas no duran mucho y el deporte tenía que salir de mi vida de una vez por todas. Como todos los años al acercarse la primavera, el instituto (Universidad Laboral, recuerdo) organizaba sus 24 horas del deporte. Un día frenético en el que todos los alumnos formaban equipos de toda la taxonomía deportiva que las instalaciones (bastante impresionantes para la época) permitían practicar, léase: fútbol sala (claro), baloncesto, voleibol, badminton, balonmano, atletismo, y muchas más. Muchas. Demasiadas quizás, pero es que una parrilla de 24 horas de actividad en aquella infraestrucutra no era fácil de rellenar.

En mi clase de primero se organizaron equipos de todo. Yo me apunté, con algunos de los compañeros más cercanos, al equipo de baloncesto (era alto), al de voleibol (jugaba en el equipo local) y en el de fútbol sala (era mi cuenta pendiente).

Poco después del mediodía estaba programado mi debut en el equipo de fútbol sala, bajo el nombre de  Nottingan prisas. Y no jugaría de portero. A través del volei había conseguido ser un deportista de pro. Nada de defensa… Mi ego deportivo me sugería que podría  jugar de centrocampista o incluso de delantero. Y quién sabe si marcar algún gol.

A los cinco minutos del primer partido de fútbol de mi vida en el que iba a intentar disfrutar y demostrar de lo que era capaz, alguien me derriba en una falta clarísima con un barrido por la espalda que no solo me lleva al suelo con los brazos abiertos sino que la fuerza de la caída me obliga, en dicha postura y ya sobre el suelo, a girar mi cuerpo sobre mi brazo derecho. Y zas, mi hombro se disloca, se sale, se va, se me derrama el brazo sobre la cancha y ya no me sirve para nada. Y me duele. Mucho.

Unas tres horas después (de puro sufrimiento en la enfermería del insituto-Universidad Laboral) el traumatólogo decreta que sólo me quedan tres deportes posibles de ahora en adelante: ajedrez, damas y lectura. Estaba claro, el fútbol no era lo mío. El deporte en general.

Y lo peor, probablemente no podría volver a jugar al voleibol: mi deporte. Un maldito partido tonto de fútbol, el mismo que odiaba de niño, se había cargado mi ilusión por el voleibol… Tanta ilusión tenía que después de un mes de inmovilización, tres meses de rehabilitación y muchas ganas, ya en segundo, volví al equipo. Entrené duro y aparentemente todo estaba en su sitio. Aparentemente: en el primer saque del primer set del primer partido de la liga salte a bloquear el balón directamente del saque porque iba realmente bajo. Lo vi claro, bloqueo al suelo y tanto. Pero no, el esférico golpeó con fuerza en mi mano derecha luxándome de nuevo el brazo. Diagnóstico:  luxación recidivante, en argot médico. Abandoné definitivamente.

Mi exiguo universo de deportista se derrumbó en aquellas 24 horas. Pero se confirmó mi sospecha de que el fútbol era malo, malísimo. Era el mal.

Domingo fue testigo de mi sexta recidiva y por ello sabe de qué estamos hablando. Pero necesita más detalles.

Veinticuatro años después de aquellas veinticuatro horas, hace unos días y con Domingo de nuevo presente, se me ha salido por séptima vez el  hombro jodiéndome (sí, así de rotundo) el verano en dos. ¿Cómo no voy a odiar el fútbol?

Se acaba, todo se acaba…

Todos lo sabemos.
Tú, yo, el otro de más allá…

Todo se acaba, ¿verdad?
Sí, no hace falta que lo digas
en voz alta.

Lo sé,
me da lástima saberlo.
Ahora es cuando voy
y lloro…
Qué va. Quién va.

Tantas sensaciones…
Pero sí, se acaban.

Adiós, bon voyage.

Levedad (Charla de Domingo I)

La insoportabel levedad del ser, de Milan Kundera, RBA
Hoy, tras las tareas vespertinas, hemos tenido un rato de «charla literaria». Porque, aunque siempre nos reímos al decirlo, es cierto: Domingo y yo hablamos mucho de literatura. Entre otros temas.

Esta tarde, cayendo ya el sol, en el porche de su casa, comentábamos mi apasionante lectura actual: La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Y, al comentarme Domingo que él lo había leído hace muchos años, quise indicarle por que parte de la novela iba mi lectura y, además, recordarle una idea encantadora que acababa de leer hacía poco en una de las últimas páginas alcanzadas.

 

Él, de un salto, ha entrado en la casa y ha salido con su ejemplar del libro. Curiosamente es de la misma edición que el que estoy leyendo yo. Mientras se acercaba a mí con el libro entre sus manos, Domingo ha dudado sobre si lo había terminado o no. Un rústico y casero marcapáginas (un trozo de tira de cartón de empaquetar tartas) marcaba un punto hacia el último tercio del libro.

 

Me lo ha pasado y, al abrirlo, he descubierto que el tartapáginas de Domingo, en su copia del libro, estaba esperando, durante años, en la misma página donde yo, un par de horas antes, dejé mi lectura.

 

Y no sólo eso, unas páginas antes de la tarta, una esquina doblada subraya otra página donde aparece la reflexión sobre la preciosa idea que unos instantes antes yo trataba de refrescar en el olvido de Domingo.

 

De dicha página 210 (RBA, 1992, Narrativa Actual) copio:

 

[…]
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.
[…]

Ya no bromearás como acostumbrabas

Se ve que hoy tengo el día clásico… Ahora una que he encontrado en Historia Clásica. Es el poema fúnebre de Adriano… Me encanta el final.

Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos…

Pequeña alma, blanda y errante,
huésped y compañera de mi cuerpo,
que partirás para lugares
pálidos, rígidos, desnudos,
y ya no bromearás como acostumbrabas

Traducción por cortesía de Darío Sánchez Vendramini

Estos desiertos

Quevedo

Me permito copiar un soneto de Quevedo que no conocía y que me ha parecido genial (cómo no, de un genio) al leerlo en una de los últimos artículos de Citas Latinas

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

He buscado y no doy con quién era el tal «gran don Joseph»… Pero no importa es un precioso elogio a la lectura. Y eso siempre está bien.