Al lado del camino

Quizás ya publiqué o hable de esto hace tiempo. Pero hoy me parece que merece la pena de nuevo volver a escuchar y disfrutar de ciertas músicas.

Al lado del camino

Me gusta estar a un lado del camino
fumando el humo mientras todo pasa.
Me gusta abrir los ojos y estar vivo,
tener que vérmelas con la resaca.
Entonces navegar se hace preciso
en barcos que se estrellen en la nada,
vivir atormentado de sentido
creo que ésta, sí, es la parte mas pesada.

En tiempos donde nadie escucha a nadie,
en tiempos donde todos contra todos,
en tiempos egístas y mezquinos,
en tiempos donde siempre estamos solos,
habrá que declararse incompetente
en todas las materias de mercado,
habrá que declararse un inocente
o habrá que ser abyecto y desalmado.
Yo ya no pertenezco a ningún istmo
me considero vivo y enterrado.
Yo puse las canciones en tu walkman,
el tiempo a mi me puso en otro lado,
tendré que hacer lo que es y no debido
tendré que hacer el bien y hacer el daño,
no olvides que el perdón es lo divino
y errar a veces suele ser humano.

No es bueno hacerse de enemigos
que no estén a la altura del conflicto,
que piensan que hacen una guerra
y se hacen pis encima como chicos,
que rondan por siniestros ministerios
haciendo la parodia del artista,
que todo lo que brilla en este mundo
tan sólo les da caspa y les da envidia.
Yo era un pibe triste y encantado
de Beatles, caña Legui y maravillas.
Los libros, las canciones y los pianos,
el cine, las traiciones, los enigmas,
mi padre, la cerveza, las pastillas, los misterios, el whisky malo,
los óleos, el amor, los escenarios,
el hambre, el frío, el crimen, el dinero y mis 10 tías,
me hicieron este hombre enreverado.

Si alguna vez me cruzas por la calle
regálame tu beso y no te aflijas
si ves que estoy pensando en otra cosa.
No es nada malo, es que pasó una brisa,
la brisa de la muerte enamorada
que ronda como un ángel asesino.
Mas no te asustes siempre se me pasa,
es solo la intuición de mi destino.

Me gusta estar a un lado del camino
fumando el humo mientras todo pasa,
me gusta regresarme del olvido
para acordarme en sueños de mi casa,
del chico que jugaba a la pelota,
del 49585.
Nadie nos prometió un jardín de rosas,
hablamos del peligro de estar vivo.
No vine a divertir a tu familia
mientras el mundo se cae a pedazos.

Me gusta estar al lado del camino,
me gusta sentirte a mi lado,
me gusta estar al lado del camino,
dormirte cada noche entre mis brazos.
Al lado del camino.
Al lado del camino.
Al lado del camino.
Es mas entretenido y mas barato
al lado del camino.
Al lado del camino.

El deporte (Charla de Domingo II)

Hoy le contaba a Domingo porque no me gusta el fútbol. Sí, lo veo, y últimamente más que nunca. Pero en el fondo de mi hay un odio (sí, odio) por ese deporte.

De niño siempre fui bastante torpe. Torpón, decía mi madre. Con un 45 de pie desde los 13 años y un cuerpo desgarbado desde los 6… No podía, o no quería, hacer mucho. Lo mío fue siempre más el ajedrez, los libros y la música, la informática personal (tan incipiente y emocionante en aquellos tiempos) y, en cierto modo, la soledad. Nunca el equipo. El equipo, por entonces, en el colegio, era inevitable y obligatoriamente de fútbol y yo siempre me veía relegado a ver venir los balones desde la portería y casi dejarlos pasar por miedo a un balonazo. No, no me gustaba y no lo ocultaba. Aunque como todos los niños soñaba con ser Arconada o Zubizarreta. Porteros, claro. Ya se sabe, los sueños y la realidad, tantas veces divergentes.

Pero dejé el colegio y al comenzar el BUP cambiaron algunas cosas.

El profesor Hermosilla nos daba educación física. Un señor bajito y enjuto (que diría mi padre), alejado a más no poder del prototipo de atleta y apasionado por un deporte para mi diferente y exótico hasta entonces: el voleibol. A parte de desgarbado yo era ya bastante alto, con manos grandes (no sólo los pies) y buenas piernas para saltar y manotear lo que fuera preciso.

Voleibol

Él nunca lo supo pero, en cierto modo, «el Hermosilla» cambió mi vida (junto con su mujer, encargada de las clases de música). Pidió voluntarios para integrar el equipo de voleibol del instituto (Universidad Laboral, para ser fieles a la realidad) y allí estaba yo. Iba a demostrarle a todos los futboleros que se puede ser buen deportista con mi cuerpo y aptitudes y sin tener que pasar por el balompié forzosamente.

Comenzaron los entrenamientos y todo iba de maravilla. Hasta me sentía a gusto en los partidos y disfrutaba del espíritu deportivo y tal… No me quedaba otra porque perdíamos casi siempre. Pero disfrutaba. Cuando disfrutas de las derrotas es porque tienes claro que te gusta, para bien o para mal.

Pero las cosas buenas no duran mucho y el deporte tenía que salir de mi vida de una vez por todas. Como todos los años al acercarse la primavera, el instituto (Universidad Laboral, recuerdo) organizaba sus 24 horas del deporte. Un día frenético en el que todos los alumnos formaban equipos de toda la taxonomía deportiva que las instalaciones (bastante impresionantes para la época) permitían practicar, léase: fútbol sala (claro), baloncesto, voleibol, badminton, balonmano, atletismo, y muchas más. Muchas. Demasiadas quizás, pero es que una parrilla de 24 horas de actividad en aquella infraestrucutra no era fácil de rellenar.

En mi clase de primero se organizaron equipos de todo. Yo me apunté, con algunos de los compañeros más cercanos, al equipo de baloncesto (era alto), al de voleibol (jugaba en el equipo local) y en el de fútbol sala (era mi cuenta pendiente).

Poco después del mediodía estaba programado mi debut en el equipo de fútbol sala, bajo el nombre de  Nottingan prisas. Y no jugaría de portero. A través del volei había conseguido ser un deportista de pro. Nada de defensa… Mi ego deportivo me sugería que podría  jugar de centrocampista o incluso de delantero. Y quién sabe si marcar algún gol.

A los cinco minutos del primer partido de fútbol de mi vida en el que iba a intentar disfrutar y demostrar de lo que era capaz, alguien me derriba en una falta clarísima con un barrido por la espalda que no solo me lleva al suelo con los brazos abiertos sino que la fuerza de la caída me obliga, en dicha postura y ya sobre el suelo, a girar mi cuerpo sobre mi brazo derecho. Y zas, mi hombro se disloca, se sale, se va, se me derrama el brazo sobre la cancha y ya no me sirve para nada. Y me duele. Mucho.

Unas tres horas después (de puro sufrimiento en la enfermería del insituto-Universidad Laboral) el traumatólogo decreta que sólo me quedan tres deportes posibles de ahora en adelante: ajedrez, damas y lectura. Estaba claro, el fútbol no era lo mío. El deporte en general.

Y lo peor, probablemente no podría volver a jugar al voleibol: mi deporte. Un maldito partido tonto de fútbol, el mismo que odiaba de niño, se había cargado mi ilusión por el voleibol… Tanta ilusión tenía que después de un mes de inmovilización, tres meses de rehabilitación y muchas ganas, ya en segundo, volví al equipo. Entrené duro y aparentemente todo estaba en su sitio. Aparentemente: en el primer saque del primer set del primer partido de la liga salte a bloquear el balón directamente del saque porque iba realmente bajo. Lo vi claro, bloqueo al suelo y tanto. Pero no, el esférico golpeó con fuerza en mi mano derecha luxándome de nuevo el brazo. Diagnóstico:  luxación recidivante, en argot médico. Abandoné definitivamente.

Mi exiguo universo de deportista se derrumbó en aquellas 24 horas. Pero se confirmó mi sospecha de que el fútbol era malo, malísimo. Era el mal.

Domingo fue testigo de mi sexta recidiva y por ello sabe de qué estamos hablando. Pero necesita más detalles.

Veinticuatro años después de aquellas veinticuatro horas, hace unos días y con Domingo de nuevo presente, se me ha salido por séptima vez el  hombro jodiéndome (sí, así de rotundo) el verano en dos. ¿Cómo no voy a odiar el fútbol?

San Pedro, perdón, Sampedro

Jose Luis Sampedro

Esta mañana Juan Ramón Lucas tenía como invitado en su programa «En días como hoy» a Jose Luis Sampedro.

La entrevista ha sido demoledoramente preciosa, maravillosa, reveladora.

Llegar a los 93 años con semejante energía, vitalidad y lucidez… Es, cuando menos, para quitarse el sombrero.

Sin duda, una de las mentes más lúcidas de los últimos tiempos en este santo país.

Jose Luis Sampedro en Radio Nacional de España

No dejéis de escucharla porque no es tiempo perdido sino ganado.

Voy a ver si puedo llevarme bien conmigo mismo un rato.